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Sumergir las banderas para interrogar al desierto


Las instalaciones de Miguel Braceli aparecen en el espacio expositivo como símbolos que han sido seducidos por el imaginario que evidencian algunos paisajes. Sus conceptos de trabajo son, en estricto rigor, los tráficos de un grupo de estampas que provienen de la arquitectura. Por lo que sus instalaciones demarcan un punto de reflexión desde lo que ha sido instalado hasta lo que puede ser mediado por el espectador. Ante este prefacio parafraseo a Boris Groys: “el espacio mismo de la instalación fue concebido y organizado por los artistas conceptuales para producir cierto sentido a partir de la disposición de imágenes, textos y cosas de un modo similiar al modo en que las palabras se ordenan en una oración para producir en la lengua oral y escrita. A partir de esto el arte comenzo a redactar manifiestos, a presentar experiencias empíricas, a formular actitudes éticas y políticas, y a contar historias. Así no se trató tanto de que el arte comenzara a utilizar el lenguaje, sino de que comenzara a ser usado como un lenguaje –y esto con propósitos comunicativos e incluso pedagógicos”[1]

Desde otra vereda, estas proyecciones conceptuales de las instalaciones de Braceli, también emplazan al espacio público a través de los cuerpos. En efecto, él ha entramado a lo orgánico con lo público como una parte escencial que le permita construir un proyecto colectivo y donde sean esos mismos cuerpos los que a partir de un mensaje efímero transformen las propuestas en una suculenta poesía.

Este artista de origen venezolano, tomando en consideración estas narrativas y ante el contexto curatorial del Festival de Arte Contemporáneo SACO 8, inició una investigación sobre el rol de las indumentarias nacionalistas que exteriorizan las identidades de nuestros países. Por cierto, esta introspección lo conflictúa conceptualmente ante el parangón que presenta uno que otro territorio convulsionado debido a la aparición de grupos extremistas-nacionalistas en América Latina.

El surgimiento del nacionalismo está vinculado históricamente a la conformación de los estados nacionales que aparecieron producto del modelo de producción capitalista. En América Latina este sentimiento surgió fuertemente en las guerras por la independencia de la dominación colonial europea. Mientras que en el desierto de Atacama, el nacionalismo impuesto por Chile, a través de la del proceso de chilenización post Guerra del Pacífico (1879-1884), ha cultivado una ilusoria determinación de la identidad nacional ante la atmósfera que exterioriza el lugar.

Frente a estos antecedentes y al georeferenciar el yermo desierto, nos encontramos con un par de sitios urbanos y rurales en donde la confluencia de múltiples componentes étnicos, perforados por la misma patria y el nacionalismo, delimitan una identidad particular que está bastante alejada de la hegemonía impuesta por la capital. En este sentido, la peculiaridad del norte grande de Chile recae en aquel proceso de chilenización que tiene entre sus objetivos principales higienizar a todos aquellos que carguen con rasgos indígenas o manifiesten alguna relación con ‘los vencidos’.[2]A raíz de esto, el historiador Sergio González escribió lo siguiente: “Efectivamente, la construcción social “de la patria” apeló más al pathos que al ethos, y dicha construcción social debió por lo mismo recurrir a sentimientos, emociones, motivaciones, voluntades y símbolos que posibilitaran una socialización del pueblo chileno a lo largo de todo su territorio.”[3]

Además de este conjunto desertico y su historia, tomamos nota de esas otras patrias que han estado arrastrando los recientes flujos migratorios. Muchos de ellos provenientes del caribe y que han dejado sus fulminates huellas en varios rincones de Antofagasta. Una región que continúa vivenciando añejas pugnas limítrofes que Chile ha sostenido con algunos de sus países vecinos, como Bolivia y Perú. A esto podemos sumar que la agenda política internacional del año 2019 ha estado marcada por la frágil estabilidad política de Venezuela. El país de Bolivar sufre los embates de una administración estatal –impuesta por el Chavismo–, altamente autoritaria, situación que ha propiciado una ininterrumpida oleada de migrantes venezolanos por estos territorios.

Frente a estos dilemas, observamos que Braceli pretende interrogar al desierto para dictaminar un espacio reflexivo que mezcle tanto a los hitos geográficos como a esos cuerpos que se enfrascan en el acontecer político y simbólico de nuestras naciones. Una acción que ciertamente opaca el ideal de patria, la potestad de los nacionalismos y las certezas sobre la identidad local frente a estos nuevos ‘vecinos’. Sin duda, estas ideas muestran una representación que engloba, en pleno desierto, una quimera cada vez más dolorosa de la realidad de los foráneos.

El desierto nos invita a caminar y encontrar(nos) una coyuntura que nos conduce a Mejillones. Ícono de guerras, identidades y patrias. Lugar histórico que exhibe heterogéneos signos que la inscriben como el sitio predilecto para que este artista diseñe una performance colectiva que conjugue ciertos elementos domésticos. A raíz de esto, la imagen del desierto se ve entrecruzada con el actuar de un grupo de estudiantes que cargan banderas blancas. Estas banderas visibilizan la autodeterminación de nuestros pensamientos y de los motores críticos que nos definen en el territorio. Por lo que estos movimientos rompen con la sigilosa topografía de esos cerros y su arrinconado litoral que cimentan una metáfora que nos habla de la excarcelaciones del ser humano, pero también del derrumbe de ciertas estructuras de dominación que lamentablemente ya han dinamitado el sentido plural de los individuos.

Las banderas, dentro de está instalación titulada “enterrar las banderas en el mar”, son símbolos que elevan una retórica que cuestiona el rol del nacionalismo, particularmente, el que aparece en estos parajes que rodean a Mejillones. Todo lo anterior es un paralelo a otros sucesos que intensifican la visión de un artista por acercarse a sus propios cuestionamientos, identidades y también al sentido de pertenencia con un origen que hoy está en cuestión. Un corolario que sucumbio a Miguel Braceli dentro de esta pesquisa por una parte de la región de Antofagasta.

[1]GROYS Boris. Arte en Flujo: ensayos sobre la evanescencia del presente. Capítulo: Conceptualismo global: el regreso.Buenos Aires: Caja Negra Editora (2016), p. 140.

[2]El Premio Nacional de Historia Sergio González afirmó, en una conferencia en diciembre del 2007 con motivo de los 100 años de la conmemoración de la masacre de la Escuela Santa María, que parte del desenvolvimiento social y económico del norte de Chile tiene mucho que ver con la educación recibida a fines del siglo XIX y principios del XX en base a ‘la ideología vencedora de la sociedad chilena’ en contra de peruanos y bolivianos.

[3]GONZALEZ Sergio. El poder del símbolo en la chilenización de Tarapacá. Violencia y nacionalismo entre 1907-1950.Revista de Ciencias Sociales UNAP (1995), p. 45.

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